No quiero estar aquí.
Siento el ambiente en movimiento y me doy cuenta de que no puedo salir. Ni ahora, ni antes: siempre he estado aquí.
¿Entender? Me es inútil formular nuevos argumentos, nuevas salidas. Querer extender mi juicio más allá del esfuerzo que hago por controlar mi respiración. No hay justificación.
Escucho mis latidos que acompañan estas ganas incontenibles de gritar. El camino y mi vista se empañan con la tormenta que inunda mi garganta. ¿Qué puedo hacer? En otro intento desesperado por comprender, pienso en mí, y recuerdo que no soy pequeña; pero en este momento me siento tan frágil, tan sensible...
...Sólo quiero huir. Escapar por un tiempo, olvidar cómo se cuentan los minutos; y así, no tener que regresar jamás... pero mi cuerpo sigue aquí, cerca del suyo.
Habrán pasado otros cientos de metros hasta que quedamos mi mente y yo, en silencio.
Aún no aprendo a leer su cariño irregular que se manifiesta en oleadas de desconcierto, que me quitan estabilidad y me hunden más de lo que podría explicar. Aún no aprendo a acostumbrarme, y espero nunca hacerlo. Porque si llegara ese día, tendrían que haberse apagado mis alegrías, tendría que haber aceptado mi dualidad: la que rechaza el dolor pero también ha hecho del sufrimiento un vicio. Quiero ser la primera, seré únicamente la primera.
Agradezco entonces la soledad que me rodea, que me abraza mientras estallo en mi libertad, dentro de estas puertas que aislan los gritos del sentimiento. Extrañaba sollozar al viento, desatar lágrimas que, aunque duelen, expresan en un idioma perdido que ahora que estoy sola, ya no tengo tanto miedo. Y el calor de mis manos me envuelve, conforme se aclara mi vista, mientras amanece frente al parabrisas.